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La nota característica de la espiritualidad de San Gabriel fue el amor a la
Virgen María. Ella estuvo en el origen de su vocación y ella le condujo por el
camino de la santidad hasta las cumbres más elevadas. Se puede afirmar que la devoción
a María le transformó gradualmente, dándole una fisonomía especial. Su corazón
se transfundió de tal manera en María, que vivía más en Ella que en sí mismo.
Llevaba al cuello, como precioso tesoro, un hermosísimo himno que él mismo
había compuesto en su honor, y al que llamaba «Símbolo de la Virgen» o «Credo
de María», como testimonio perenne de su amor. Deseaba escribirlo con su propia
sangre y, para obtener permiso, rogó e insistió una y otra vez a su director
espiritual, que no se lo permitió. Se trata de una larga serie de enunciados en
los que con fe, amor, y ternura, recoge lo más bello que, en los escritos de
los Santos y de los Padres de la Iglesia, se lee sobre las excelencias de la
Madre de Dios. Con énfasis y entusiasmo indescriptible habla así a María y de
María:
«Creo ¡Oh María! Que, como Vos misma revelasteis a Santa Brígida, sois Reina
del cielo, Madre de misericordia, alegría de los justos y guía de los pecadores
arrepentidos; y que no hay hombre tan perverso que, mientras viva, no tengáis
misericordia de él; y que ninguno está tan abandonado de Dios, que, si os
invoca no pueda volver a Dios y hallar su perdón, mientras que siempre será
desgraciado el que, pudiendo, no recurra a Vos.
Creo que sois la Madre de todos los hombres, a los que recibisteis como hijos,
en la personas de Juan, según el deseo de Jesús.
Creo que sois, como declarasteis a Sta. Brígida, la Madre de los pecadores que
quieren corregirse, y que intercedéis por toda alma pecadora ante el trono de
Dios, diciendo: Tened compasión de mí.
Creo que sois nuestra vida, y uniéndome a S. Agustín, os aclamaré como única
esperanza de los pecadores después de Dios.
Creo que estáis, como os veía Sta. Gertrudis, con el manto abierto, y que bajo
él se refugian muchas fieras: leones, osos, tigres, etc. Y que Vos, en lugar de
espantarlas, las acogéis con piedad y ternura.
Creo que por Vos recibimos nosotros el don de la perseverancia: si os sigo, no
me descarriaré; si acudo a Vos, no me desesperaré; si Vos me sostenéis, no
caeré; si Vos me protegéis, no temeré; si os sigo a Vos, no me cansaré; si os
alcanzo, me recibiréis con amor.
Creo que Vos sois el soplo vivificante de los cristianos, su ayuda y su
refugio, en especial a la hora de la muerte, según dijisteis a Sta. Brígida, pues
no es vuestra costumbre abandonar a vuestros devotos en la hora de la muerte,
como asegurasteis a San Juan de Dios.
Creo que Vos sois la esperanza de todos, máxime de los pecadores; Vos sois la
ciudad de refugio, en particular de quienes carecen de toda ayuda y socorro.
Creo que sois la protectora de los condenados, la esperanza de los
desesperados, y como oyó Sta. Brígida que Jesús os decía, hasta para el mismo
demonio obtendríais misericordia, si humildemente os la pidiera. Vos no
rechazáis a ningún pecador, por cargado de culpas que se halle, si recurre a
vuestra misericordia. Vos con vuestra mano maternal lo sacaríais del abismo de
la desesperación, como dice San Bernardo.
Creo que Vos ayudáis a cuantos os invocan y que más solicita sois para alcanzarnos
gracias, que nosotros para pedíroslas.
Creo que, como dijisteis a Sta. Gertrudis, acogéis bajo vuestro manto a cuantos
acuden a Vos, y que los Ángeles defienden a vuestros devotos contra los ataques
del infierno. Vos salís al encuentro de quien os busca y también, sin ser
rogada, dispensáis muchas veces vuestra ayuda y creo que serán salvados los que
vos queráis que se salven.
Creo que, como revelasteis a Sta. Brígida, los demonios huyen, al oir vuestro
nombre, dejando en paz al alma. Me asocio a San Jerónimo, Epifanio, Antonino y
otros, para afirmar que vuestro nombre bajó del cielo, y os fue impuesto por
orden de Dios.
Declaro que siento con San Antonio de Padua las mismas dulzuras al pronunciar
vuestro nombre que las que San Bernardo sentía al pronunciar el de vuestro
Hijo. Vuestro nombre. ¡Oh María!, es melodías para el oído, miel para el
paladar, júbilo para el corazón.
Creo que no hay otro nombre, fuera del de Jesús, tan rebosante de gracia,
esperanza y suavidad para los que invocan. Estoy convencido con San
Buenaventura de que vuestro nombre no se puede pronunciar sin algún fruto
espiritual. Tengo por cierto que, como revelasteis a Sta. Brígida, no hay en el
mundo alma tan fría en su amor, ni tan alejada de Dios, que no se vea libre del
demonio si invoca vuestro santo nombre.
Creo que vuestra intercesión es moralmente necesaria para salvarnos, y que
todas las gracias que Dios dispensa a los hombres pasan por vuestras manos, y
que todas las misericordias divinas se obran por mediación vuestra, y que nadie
puede entrar en el cielo sin pasar por Vos, que sois la puerta. Creo que
vuestra intercesión es, no solo útil, sino moralmente necesaria.
Creo que Vos sois la cooperadora de nuestra justificación; la reparadora de los
hombres, corredentora de todo el mundo. Creo que cuantos no se acojan con Vos,
como arca de salvación, perecerán en el tempestuoso mar de este mundo. Nadie se
salvará sin vuestra ayuda.
Creo que Dios ha establecido no
conceder gracia alguna sino es por vuestro conducto; que nuestra salivación
está en vuestras manos y que quien pretende obtener gracia de Dios sin recurrir
a Vos, pretende volar sin alas. Creo que quien no es socorrido de Vos, recurre
en vano a los demás santos: lo que ellos pueden con Vos, Vos lo podéis sin ellos;
si Vos calláis, ningún santo intercederá; si Vos intercedéis, todos los santos
se unirán a Vos. Os proclamo con Sto. Tomás como la única esperanza de mi vida,
y creo con San Agustín que Vos sola sois solícita por nuestra eterna salvación.
Creo que sois la tesorera de Jesús y que ninguno recibe nada de Dios, sino por
vuestra mediación: hallándonos a Vos se encuentra todo bien. Creo que uno de
vuestros suspiros vale más que todos los ruegos de los santos, y que sois capaz
de salvar a todos los hombres. Creo que sois abogada tan piadosa, que no
rechazáis defender a los más infelices. Confieso con San Andrés cretense que
sois la reconciliadora celestial de los hombres.
Creo que sois la pacificadora entre Dios y los hombres y que sois el señuelo
divino para atraer a los pecadores al arrepentimiento, como Dios mismo reveló a
Sta. Catalina de Siena. Cómo el imán atrae el hierro, así atraéis Vos á los
pecadores, según asegurasteis a Sta. Brígida. Vos sois toda ojos, y toda corazón para ver nuestras
miserias, compadecemos y socorremos. Os llamaré pues, con San Epifanio: « La
llena de ojos». Y esto confirma aquella visión de Sta. Brígida, en la que Jesús
os dijo: «Pedidme, Madre, lo que queráis». Y Vos le respondisteis: «Pido
misericordia para los pecadores».
Creo que la misericordia divina que tuvisteis con los hombres cuando vivíais en
la tierra, innata en Vos, ahora en el cielo se os ha aumentado en la misma
proporción de que el sol es mayor que la luna, como opina San Buenaventura. Y
que, así como no hay en el firmamento y en la tierra cuerpo que no reciba
alguna luz del sol, tampoco hay en el cielo ni en la tierra alma que no
participe de vuestra misericordia. Creo también con S. Buenaventura, que no
sólo os ofenden los que os injurian, sino también los que no os piden gracias.
Quien os obsequia, no se perderá, por pecador que sea, al contrario, como
asegura S. Buenaventura, quien no es devoto vuestro, perecerá inevitablemente.
Vuestra devoción es el billete del cielo, diré con Efrén.
Creo que, como revelasteis a Sta. Brígida, sois la Madre de las almas del
purgatorio, y que sus penas son mitigadas por vuestras oraciones. Por tanto
afirmo con San Alfonso que son muy afortunados vuestros devotos y con San
Bernardino que Vos libráis a vuestros devotos de las llamas del purgatorio.
Creo que Vos, cuando subíais al cielo, pedisteis, y lo obtuvisteis sin ninguna
duda, llevar con Vos al cielo todas las almas que entonces se hallaban en el
purgatorio.
Creo también que, como prometisteis al Papa Juan XXII, libráis del purgatorio
el sábado siguiente a su muerte a cuantos lleven vuestro escapulario del
Carmen. Pero vuestro poder introduciendo en el cielo a cuantos queráis. Por Vos
se llena el cielo y queda vacío el infierno.
Creo que los que se apoyan en Vos
no caerán en pecado, que quienes os honran alcanzarán la vida eterna. Vos sois
el piloto celestial, que conducís al puerto de la gloria a vuestro devotos en
la barquilla de vuestra protección, como dijisteis a Sta. Ma Magdalena de
Pazzis. Afirmo lo que asegura San Bernardo: El profesaros devoción es señal
cierta de predestinación, y también lo del abad Guerrico: Quien os tiene un
amor sincero, puede estar tan cierto de ir al cielo, como si ya estuviese en
él.
Creo con S. Antonio, que no hay santo tan compasivo como Vos: dais más de lo
que se os pide; vais en busca del necesitado, buscáis a quien salvar: Muchas
veces salváis a los mismos que la justicia de vuestro Hijo está a punto de
condenar, como enseña el Abad de Celles. Por tanto, estoy convencido de la
verdad que se contiene en la visión que tuvo Sta. Brígida: Jesús os decía «Si
no se interpusieran vuestras oraciones, no habría en este caso ni esperanza, ni
misericordia». Opino también con San Fulgencio, que si no hubiera sido por Vos,
la tierra y el cielo habrían sido destruidos por Dios.
Creo, como revelasteis a Sta. Matilde, que erais tan humilde que, a pesar de
veros enriquecida de dones y gracias celestiales sin número, no os preferirías
a nadie. Y que, como dijisteis a Sta. Isabel, Benedictina, os juzgabais vilisima
sierva de Dios e indigna de su gracia.
Creo que por vuestra humildad, ocultasteis a San José vuestra maternidad,
aunque aparentemente pareciera necesario manifestárselo, y que servisteis a
Sta. Isabel y que en la tierra buscasteis siempre el último puesto. Creo que,
como revelasteis a Sta. Brígida, tuvisteis tan bajo concepto de Vos misma
porque sabíais que todo lo habíais recibido de Dios, por ello en nada
buscasteis vuestra gloria, sino la de Dios únicamente. Creo con San Bernardo
que ninguna criatura del mundo e mas comparable con Vos en la humildad.
Creo que el fuego del amor, que ardía en vuestro corazón para con Dios, era de
tantas calorías, que al instante hubiera encendido y consumido el cielo y la
tierra, y que en comparación de vuestro amor, el de los santos erafrío. Creo
que cumplisteis a la perfección el precepto del Señor «Ama a Dios», y que desde
el primer instante de vuestra existencia, vuestro amor a Dios fue superior al
de todos los ángeles y serafines. Creo que debido a este intenso amor vuestro a
Dios, jamás fuisteis tentada, y que nunca tuvisteis un pensamiento que no fuera
para Dios, ni dijisteis palabra que no fuera dirigida a Dios.
Creo con Suárez, Ruperto, S. Bernardino y S. Ambrosio, que vuestro corazón
amaba a Dios, aun cuando vuestro cuerpo reposaba, de manera que se os puede
aplicar lo que dice la Sagrada Escritura: «yo duermo, pero mi corazón vela», y
que mientras vivíais en la tierra, vuestro amor a Dios nunca fue interrumpido.
Creo que amasteis al prójimo con tal perfección, que no habrá quien lo haya
amado más, exceptuando vuestro Hijo. Y que aunque se reuniera el amor de todas
las madres para con sus hijos, de los esposos y esposas entre sí de todos los
santos y ángeles del cielo, sería este amor inferior al que Vos profesáis a una
sola alma.
Creo que tuvisteis, como dice Suárez, más fe que todos lo Ángeles y Santos
juntos: aun cuando dudaron los Apóstoles, Vos no vacilasteis. Os llamaré pues,
con San Cirilo «Centro de la fe ortodoxa».
Creo que sois la Madre de la Santa Esperanza y modelo perfecto de confianza en
Dios,. Que fuisteis mortificadísima, tanto que, como dicen San Epifanio y San
Juan Damasceno, tuvisteis siempre los ojos bajos, sin fijarlos jamás en persona
alguna.
Creo lo que dijisteis a Sta. Isabel, Benedictina: que no tuvisteis ninguna
virtud sin haber trabajado para poseerla, y con Sta. Brígida creo que todas
vuestras cosas entre los pobres, sin reservaros para Vos más que lo
estrictamente necesario. Creo despreciabais las riquezas mundanas. Creo que hicisteis
voto de pobreza.
Creo que vuestra dignidad es superior a todos los ángeles y santos y que es
tanta vuestra perfección, que solo Dios puede conocerla. Creo que después de
Dios, es ser Madre de Dios, y que por tanto no pudisteis estar más unida a Dios
sin ser el mismo Dios, como decía San Alberto.
Creo que la dignidad de Madre de Dios es infinita y única en su género y que
ninguna criatura puede subir más alto. Dios pudo haber creado un mundo mayor,
pero no pudo haber formado criatura más perfecta que Vos.
Creo que Dios os ha enriquecido
con todas las gracias y dones generales y particulares que ha conferido a todas
las demás criaturas juntas. Creo que vuestra belleza sobrepasa a la de todos
los hombres y los Ángeles, como reveló el Señor a Sta. Brígida. Creo que
vuestra belleza ahuyentaba todo movimiento de impureza e inspiraba pensamientos
castos.
Creo que fuisteis niña, pero de niña sólo tuvisteis la inocencia, no los
defectos de la niñez. Creo que fuisteis virgen antes del parto, en el parto y
después del parto; fuisteis madre sin la esterilidad de la virgen, sin dejar
por ello de ser virgen, Trabajabais, pero sin que la acción distrajera;
orabais, pero sin descuidar vuestras ocupaciones. Moristeis, pero sin angustia,
ni dolor ni corrupción de vuestro cuerpo.
Creo que, como enseña S. Alberto,
fuisteis la primera en ofrecer, sin consejo de nadie, vuestra virginidad, dando
ejemplo a todas las vírgenes, que os han imitado, y que Vos, delante de todas,
lleváis el estandarte de esta virtud. Por vos se mantuvo virgen vuestro
castísimo esposo S. José. Creo también que estabais resuelta a renunciar a la
dignidad de Madre de Dios, antes que perder vuestra virginidad.
Al leer este creo Mariano, que hemos entresacado de un manuscrito, incompleto,
de San Gabriel, se siente el calor del amor a la Santísima Virgen que ardía en
el pecho de quien lo compuso. Quizás nos resulten poco exactas, teológicamente,
algunas de sus expresiones. Pero San Gabriel, como un enamorado, como los
santos, cuyas afirmaciones recoge, no se detiene para analizar lo que brota
espontáneamente de su corazón y todo le parece poco como gloria y alabanza de
María. «Dios – decía- ha hecho tan sublime a María porque quiere que la
honremos. Si Dios lo quiere, ¿por qué hemos de ser tan mezquinos en nuestras alabanzas
a la Reina de los cielos? Honrando a María, honramos a Dios. Seamos generosos
con la Virgen Santísima, y Ella lo será también con nosotros».
AUTOR: SAN GABRIEL DE L DOLOROSA
Gracias. Deseo profundizar en el conocimiento de la espiritualidad pasionista.
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